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martes, 17 de abril de 2012

Ecce Homo, Saint-Martin

    


Louis-Claude de Saint-Martin, que velará su identidad al mundo bajo el enigmático seudónimo de “Filósofo Desconocido”, es, sin lugar a dudas, la figura más entrañable y más sutil de esta corriente de pensamiento conocida bajo el nombre de “Iluminismo”. Toda su obra, profunda y penetrante, es una constante y permanente invitación al conocimiento de las cosas divinas, al descubrimiento de las leyes secretas de la vía del espíritu, a la contemplación de las verdades trascendentales que rigen los fenómenos visibles e invisibles. 

En esta obra, escrita en 1.792, Saint-Martin advierte de los peligros de buscar la excitación de las emociones de las experiencias mágicas de bajo nivel, las premoniciones, de los fenómenos que no pasan de ser expresiones de estados psico-físicos anormales del ser humano. Hace de esta forma una crítica a ciertos ambientes de la época donde reinaba la fascinación por la inducción hipnótica del floreciente mesmerismo y de ciertas prácticas espiritistas que fueron foco de atención para los amantes de lo oculto. Apela a una prudente reserva acerca de los prodigios y predicciones, precisando los principios fundamentales que presiden el destino del hombre sobre la tierra, y muestra, con gran fuerza de convicción, la miseria actual de las criaturas, siempre dejando entrever la esperanza de su posible rehabilitación.  

Reafirmando el estado particular que distingue al “menor espiritual”, Saint-Martin insiste siempre sobre este aspecto original de su doctrina, que se resume en esto: el hombre “es tan evidentemente un santo y sublime pensamiento de Dios, aunque no sea el pensamiento de Dios, su esencia es necesariamente indestructible; porque ¡cómo un pensamiento de Dios podría perecer!” (Ecce Homo II). La consecuencia directa de este origen divino se resume finalmente en pocas palabras de una importancia evidente y crucial, puesto que de su comprensión depende toda posibilidad de la obra espiritual futura: “si el hombre es un pensamiento del Dios de los seres, nosotros, sólo podemos leernos en Dios mismo, y comprendernos en su propio esplendor, puesto que un signo no nos puede ser conocido en tanto no hayamos subido hasta la especie de pensamiento del que es la prueba y la manifestación, y dado que nos mantenemos lejos de esta luz divina y creadora de la que debemos ser expresión en nuestras facultades, como lo somos en nuestra esencia, seríamos solamente una prueba insignificante, sin valor y sin carácter. Verdad preciosa que viene a demostrar aquí porqué el hombre es un ser tan oscuro y un problema tan complicado a ojos de la filosofía humana” (Ibid.). 



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